- Carlos Álvarez, rector del Seminario Mayor, escribe sobre ser sacerdote
La cercanía de la solemnidad del glorioso Patriarca San José nos invita a celebrar un año más el “Día del Seminario”. Un momento especial para centrar nuestra atención hacia esta institución de la Iglesia en donde se forman los futuros sacerdotes que la servirán en los próximos años. El “Día del Seminario” es una ocasión oportuna para conocer más de cerca esta realidad, sus logros, dificultades y proyectos, y, revitalizar la responsabilidad de toda la comunidad diocesana en el fomento y cuidado de las vocaciones sacerdotales.
Celebramos el “Día del Seminario” en el marco de la Cuaresma, para invitar a todos a una verdadera y auténtica conversión al Señor, fortaleciendo de esta manera la renovación de la propia vida en Cristo con el don y la tarea de “la fe que actúa por el amor” (Gal 5,6). La fe, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar testimonio: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su llamada para ser sus discípulos.
La santidad cristiana consiste sobre todo en la unión con Cristo. En el sacerdote y en el futuro sacerdote, esta verdad adquiere una fuerza especial. El sacerdote ha sido escogido para que sea otro Cristo en su vida. El joven llamado al sacerdocio debe esforzarse con entusiasmo por lograr que Cristo sea el modelo y el centro personal y de su futuro servicio pastoral. Por eso, su ocupación primordial en los años de formación ha de ser su propia transformación en Cristo.
La transformación en Cristo es un proceso que va del conocimiento al amor y del amor a la imitación. Quien ha conocido y ama a Cristo, experimenta el deseo ardiente de comunicarlo a los demás; y su mejor medio de comunicación es el testimonio que ofrece su imitación del Maestro.
Qué importante es que ayudemos a cada seminarista a encontrarse personalmente con Cristo vivo y real, se le hace presente en la Eucaristía, y se quiere comunicar con él en la oración personal (OT 8). Que conozca sus criterios, su modo de pensar, de valorar a las personas, las circunstancias, los acontecimientos. Que conozca su corazón, la profundidad de su amor. Pero sobre todo, que conozca su modo de tratarle a Él personalmente, cuando se encuentran en la intimidad de la oración, y en la Santa Misa, o cuando se reencuentran en el sacramento del perdón.
Pero para que Cristo llegue a entusiasmar al joven, es preciso que los formadores sepamos presentarle el auténtico Jesucristo. Sabemos bien que sólo cuando el hombre conoce y ama a Cristo, en el misterio de su muerte y de su resurrección, encuentra en Él un reto que responde a sus más profundos anhelos de trascendencia y donación.
Hay que procurar que en el corazón del seminarista vaya fraguando el amor del Señor. Si tuviéramos que concretar las principales características del amor a Él, podríamos decir que se trata de un amor personal, real, apasionado, y totalizante. Personal, porque afecta a la persona misma, a su núcleo más sagrado, y porque se dirige a Cristo. Es un amor que se dirige hacia Dios, y se nutre de la gracia divina. Pero no puede ser un amor puramente “espiritual”, desencarnado. Cuando Cristo ha escogido a un joven desea que realice plenamente su capacidad de amar, y quiere de él un amor total. Amor real es lo contrario de un amor teórico o sentimental o simplemente falso, de fachada, de frases bonitas. El amor auténtico es el que se “realiza”, el que impregna y conduce la vida real de cada día, el que lleva a imitar y entregarse al Señor.
No podemos olvidar que el verdadero amor a Cristo es también apasionado. Un amor que llega hasta lo más profundo y que es fuerte y entusiasta; ese amor que es capaz de la entrega también en los momentos difíciles, de cruz, y que puede llevar incluso hasta el heroísmo.
Y ese amor a Cristo es totalizante. El amor a Cristo impulsa toda la capacidad de amar de la persona. Amor totalizante en cuanto que Él ha de ser el centro del corazón y de la vida del sacerdote. El amor a los demás encuentra su criterio en el amor de su Señor. Es el sentido claro de la exigencia de Cristo que pedía estar dispuesto a dejar padre, madre a quien quisiera ser su discípulo.
Es necesario, que todo seminarista, ya desde sus primeros pasos hacia el sacerdocio, viva su vida diaria en un clima de amistad íntima y profunda con Jesucristo, descubriendo cada día más el amor de predilección que Él le ofrece; un amor del que nada ni nadie podrá separarle (Rm 8,39). Porque sólo por Cristo es posible vivir y dar sentido a una vida de entrega alegre, exigente y de renuncia propia de todo sacerdote.
Para adquirir y desarrollar esta amistad íntima con Jesucristo, el seminarista debe, ante todo, ser consciente de que se trata de un don de Dios, y de que por tanto, todo esfuerzo será vano e inútil si Dios no lo acompaña y fecunda. Tiene, por tanto, que orar con insistencia. Bien sabemos que quien ama a Cristo busca estar con Él, desea asemejarse a Él.
Jesucristo llamó a sus apóstoles para que estuvieran con Él y le acompañaran en sus tareas apostólicas, y para enviarlos después a predicar (Mc 3,14). Durante ese tiempo de permanencia con el Señor, llegaron a conocerlo íntimamente: su modo de pensar, de sentir, de querer, de actuar… En diversas ocasiones escucharon de sus labios la invitación a imitarlo en la práctica de las virtudes (Mt 11,29; Jn 13,15) o el encargo de comportarse de modo muy concreto en diversas circunstancias (Mt 10,5-10) y así fueron siendo muy conscientes de que la invitación a seguirlo entrañaba ser como Él. La imitación de Cristo comporta, como para los apóstoles, una verdadera transformación interior. El seminarista debe aspirar, con humildad pero con tenacidad, a pensar como Cristo, a sentir, amar y actuar como Él.
Por tanto, Jesucristo, tiene que ser para el sacerdote y el futuro sacerdote desde hoy quien ilumina y orienta su vida. Al abrir el Evangelio y ponerse delante del Sagrario cada día, el seminarista descubrirá a Jesucristo que le servirá de modelo para su futura vida y ministerio sacerdotal. Pero descubrirá sobre todo su entrega radical de entrega a su misión. Cristo vino al mundo para salvar a los hombres por su Sacrificio en la cruz; y encuentra el sentido de su vida en la realización de esa misión. No es difícil enseñar al seminarista a mirar siempre a Cristo como modelo. Basta hacer referencia a Él, decirles siempre a nuestros seminaristas: “miradlo a Él”, y recordarles las palabras de su Padre: «escuchadle» (Mt 17,5).
El deseo ardiente de dar a conocer a Cristo es la mejor prueba de que el seminarista ha madurado en su amor al Maestro. Quien ha descubierto la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo a los hombres (Ef 3,17), y se ha dejado cautivar por Él, no puede sino querer dar a conocer ese amor al mayor número posible de personas. Del amor nace el celo apostólico. Todas las actividades que lleven al seminarista a darse a los demás, a transmitirles el conocimiento y el amor de Cristo, fortalecerán su amor a Él.
No tengamos miedo a proponer abiertamente la vida sacerdotal a los jóvenes con la alegría y el ejemplo de nuestra vida. Tenemos que cuidar con esmero toda semilla de vocación que brota en el corazón sencillo de niños y adolescentes, amados y bendecidos por el Señor, colaborando con nuestro Seminario Menor.
“El Seminario, una misión de todos”. Celebremos, pues, el “Día del Seminario” con sentimientos de gratitud a Dios por el don de nuestros seminaristas y encomendándolos al cuidado de la Santísima Virgen, Reina de los Apóstoles. Que sigamos rezando todos los días “al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc 10, 2).