Intervención del arzobispo en la Asamblea Diocesana

Me dirijo a vosotros, miembros de la familia diocesana. ¡Gracia y paz a todos! Mi gratitud a quienes han colaborado en la preparación y la organización de esta Asamblea y a vosotros por vuestra participación. Conducir a su grey hacia la perfección a través del alimento espiritual, es una obligación prioritaria del ministerio episcopal.

¡Seamos santos porque nuestro Dios es santo! Con María y los apóstoles, recordando a Santiago el Mayor, nuestro patrono, nos hemos reunido en oración pidiendo que el Señor nos envíe su Espíritu.  Lo esencial es invisible a los ojos. Es necesario redescubrir la belleza perdida en la Palabra de Dios, en la Eucaristía, en la Iglesia que nos propone la belleza de Cristo y de María. Quien descubre esta belleza vivirá la perfecta felicidad. “Sentado a la mesa con ellos” (Lc 24,30). El ministerio de la santificación. Como recordáis este es el lema que ha ido iluminando el quehacer pastoral diocesano durante este curso.  “Una sola es la espiritualidad de la Iglesia, que se funda en el Bautismo y se nutre de la palabra de Dios y de los santos sacramentos, aun cuando se viva de maneras diferentes según la gracia y la situación en que el Señor ha querido a cada uno de sus siervos”[1]. Ciertamente entre los medios de salvación que Dios ha dispuesto están la Palabra y los sacramentos, sabiendo que en la Iglesia todos estamos llamados a la santidad y al servicio mutuo para el crecimiento del Cuerpo Místico de Cristo.

A esto responde la consideración del Concilio Vaticano II al decir que “los pastores deben procurar que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes para una celebración válida y lícita, sino que también los fieles participen en ella consciente, activa y fructíferamente”[2]. Asimismo subraya: “De la liturgia, y sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros, como de una fuente, la gracia, y se obtiene con la máxima eficacia la salvación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la que tienden  todas las demás obras de la Iglesia como a su fin”[3].

A la hora de evaluar es momento de preguntarnos si ha tenido un eco significativo esta preocupación sobre todo en la participación en la Eucaristía y en la celebración de los demás sacramentos que por causa de una exagerada sensibilidad técnica se han visto abocados a la crisis. Los primeros cristianos, que utilizaron la palabra Eucaristía para la liturgia principal cristiana, manifestaron un profundo discernimiento y sensibilidad. Es en la clave de acción de gracias como podemos ser sensibles espiritualmente a entender y celebrar los  sacramentos. La exhortación “Sacramentum caritatis” hace referencia al arte de celebrar que afecta decisivamente pero no exclusivamente al sacerdote y que “expresa precisamente la capacidad de los ministros ordenados y de toda la asamblea de actuar y vivir según el sentido de cada palabra y de cada gesto litúrgico, de manera que se dejen tocar e invadir por el misterio celebrado. Es por lo tanto, un servicio a la edificación del cuerpo de Cristo como templo santo”[4].

“Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio”. Esto se realiza en el anuncio de la Palabra de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro, y de un modo particularmente denso en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo. Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la esfera de Dios. Subestimar el ministerio santificador del sacerdote tal vez ha podido contribuir a la no valoración de la eficacia salvífica de los sacramentos. El Catecismo de la Iglesia Católica describe la economía sacramental hablando de las energías del Espíritu Santo, que están a nuestra disposición para dar gloria a Dios. ¿Actuamos, a veces, en este poder del Espíritu, y estamos viviendo los actos sacramentales con este deseo de sanación y con esa fe tan grande que mostró la hemorroisa? ¿Creemos que, con discernimiento y valentía en todas las bendiciones y en los actos de sanación, percibimos, a través de dichos sacramentos de curación, el perdón en la escucha de la reconciliación y la esperanza que se ofrece en la unción de los enfermos? El papa Francisco nos describe a la iglesia de hoy con la imagen de un hospital de campaña, siendo el lugar para vivir al ritmo de Cristo, el Buen Pastor, que cuida las ovejas enfermas, y que se va a buscar a aquellas que se han extraviado o han quedado heridas en el camino.

Con frecuencia oímos que la Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Es la acción de Cristo mediante la Iglesia, que en el sacramento de la Eucaristía hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconciliación, la muerte del pecado lleva a la vida nueva; y en cualquier otro acto sacramental a la santificación[5]. Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para ayudar a comprender el valor de los sacramentos. Sobre todo en nuestro tiempo, en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y, por otro, emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiritualidad.

Nuestra diócesis muestra una religiosidad popular como un espontáneo sentido de fe. Es necesario proyectar el método de vida cristiano, no olvidando la importancia del sujeto personal y comunitario. La parroquia sigue siendo un dato insuperable que ha de garantizar la vida sacramental y no reducirse a una red de iniciativas y servicios materiales. El método de vida cristiana no se puede confundir con técnicas, ni la gratuidad puede quedar reducida a los servicios que pueda hacer. La opción preferencial por los pobres se encuentra en el marco global de los ejes de la vida cristiana.

El método de vida cristiana se fundamenta: en conocer a Cristo y lo que pensaba, en participar en la eucaristía, en compartir la propia existencia con los demás, en la oración pública y privada, y en la acción misionera (Hech 2,42-47). Hay que volver al hecho cristiano fundamental, identificándonos con la persona y la historia de Jesús, y dando testimonio de que el cristianismo es el modo más fascinante de vivir la propia existencia. El cristianismo ha de entrar en diálogo con quien espera. El sentir religioso no desaparecerá jamás porque no se puede eliminar del corazón del hombre la promesa sobre el significado de la propia vida: es la pregunta sobre el misterio. Esto se traduce en religión que lleva al vínculo entre religión y pueblo: esto hoy está fallando ya en nuestra diócesis. El destino de la Iglesia no depende de nosotros. Nosotros dependemos del acontecimiento de Cristo. El fruto no está nunca en nuestras manos. Esto no significa indiferencia. Tampoco podemos ser prisioneros de los propios proyectos. La realidad siempre es más grande que los propios esquemas. La Iglesia debe renacer en las personas. Hemos de afrontar el cristianismo y la comprensión del mismo como evento que nace de un encuentro, suscita el testimonio y genera la pertenencia a la comunidad. No podemos ser cristianos a contrato temporal: cualquier momento es misión. Hemos de ser conscientes de que “la vida está para darla y de que o la das o se te disipa porque no la puedes almacenar”. El nuestro es el tiempo de los sentimientos: sentimientos breves, intercambiables que no logran construir una historia de continuidad para la vida de la persona. Es el tiempo en el que es difícil reconocerse amados y poder amar.

Os encomiendo al patrocinio del Apóstol Santiago, y a la intercesión de la Virgen María. ¡Feliz día de la Asamblea diocesana!

 

 

[1] E.Bianchi, Presbíteros. El arte de servir el pan y la palabra, Salamanca 2011, 19.

[2] Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 11.

[3] Ibid., 10.

[4] E. Bianchi, Presbíteros. El Arte de servir el pan y la palabra, Salamanca 2011, 27.

[5] Cf. Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, 5

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