En este Viernes Santo se nos invita a contemplar la cruz y desde ella contrastar los planes de Dios con los nuestros. La cruz no es un fracaso sino una victoria chocante. Vivir la muerte de Jesús conlleva vivir la muerte desde la fe que nos aporta esperanza y sosiego. “El viernes santo es un día de ayuno, silencio y soledad. Hoy miramos la cruz que se alza en cada situación de sufrimiento y muerte en nuestro mundo carente y necesitado de este siervo desfigurado. Estamos tan acostumbrados a mirar la cruz de Cristo o tantas otras cruces que pasamos inconscientes ante el dolor del ser humano”.
Quienes estaban en el Calvario en el atardecer de aquel primer Viernes Santo vieron cómo Jesús entregó su espíritu en las manos de Dios Padre. Al fijar nuestra debilidad en su cruz, como dice san Pablo, nos liberó de la esclavitud del pecado. El es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nos sorprende y no es fácil entender que la humillación y el sufrimiento sean caminos de salvación.
“El Siervo de Dios” fue ultrajado por nosotros; “el sumo sacerdote” se ha ofrecido como víctima a Dios para convertirse en autor de salvación; y “Cristo en la cruz” fundó la Iglesia con la sangre y agua, símbolo del Bautismo y de la Eucaristía, que brotaron de su costado traspasado. La pasión del Señor es un misterio de amor. El Hijo se entrega a si mismo por amor al Padre, “haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” y el Padre entrega al Hijo por amor a los hombres. El amor de Dios no puede llegar a más, al contemplar la figura de Cristo “como un hombre de dolores, que aprendió sufriendo a obedecer sobre la tierra, convirtiéndose en autor de salvación eterna para todos los hombres. Desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres. El Señor quiso triturarlo con los sufrimientos” (cf. Is 53, 3-7;Heb 5, 7-9).
“En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En él se manifiesta la miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder humano, que aplasta de esta manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos pecado: en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta propia el gobierno del mundo” . Pero a Jesús nadie le puede quitar su íntima dignidad. En medio de su pasión Jesús es imagen de esperanza: Dios está al lado de los que sufren. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo imagen de Dios.
Nuestra gloria es la cruz de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1Cor 2, 2). No podemos hacer nada por el Jesús agonizante de entonces, pero podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy en tantas situaciones inhumanas que padece el hombre. Sin la Cruz de Cristo sería difícil convencernos del amor de Dios. Los que se ven afectados por cualquier clase de sufrimiento, aquellos para quienes las lágrimas son su pan noche y día, todos encontramos en la cruz de Cristo una fuerza que actúa en nosotros, nos da ánimo y alienta nuestra esperanza. El mal no tiene la última palabra.
Acompañemos en esta tarde el silencio y el dolor de María. Ante esta suprema manifestación del amor de Dios, el hombre sólo puede postrarse en actitud de adoración. “Mirad el árbol del la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo”. Miremos a Cristo crucificado y acojamos a Jesús muerto. Así lo hizo María, su madre. Acerquémonos a recoger el cuerpo de Cristo con la sábana blanca de nuestra compasión para que un día también nosotros nos veamos envueltos en la sábana blanca de su misericordia en la espera del gozo de la resurrección. Amén.