Mi saludo y felicitación cordial a vosotros, queridos ordenandos, a vuestras familias y a vuestros amigos y conocidos. Mi gratitud al Sr. Rector, Formadores, Profesores, Sacerdotes, Miembros de Vida Consagrada y Laicos que os han acompañado con el testimonio de su fe, con la ciencia de sus conocimientos y con la bondad de su virtud.
Reunidos esta tarde en oración, ordenaré a estos hermanos nuestros, a unos diáconos y a otros presbíteros, para que cooperen en la edificación del Reino de Dios. El mensaje de la Palabra de Dios nos indica que el contacto de Cristo nos sana y nos salva, presentándose como señor y liberador de la enfermedad y de la muerte. “Toda la gente quería tocarlo porque salía de él una fuerza que sanaba a todos”. Muchos se acercaron a Cristo con la fe y la confianza, como Jairo y la hemorroísa. Hoy podemos tocar a Cristo en los sacramentos, en el hermano pobre que está lejos o que vive a tu lado.
Ante la muerte de la hija de Jairo, se percibe una doble mentalidad. Una, la de los racionalistas, que presencian el espectáculo pero ajenos al problema personal de la niña moribunda o del padre esperanzado, y otra, la de Jesús ante las realidades humanas, adentrándose con su Señorío divino en el profundo misterio de la muerte que en visión consoladora de fe es: “dormirse a la vida para despertar a la eternidad”. San Pablo comenta: “Para mí la vida es Cristo, y el morir una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger” (Fil 1, 21-22). Esta visión nos lleva a valorar el tiempo. Para el cristiano “cada minuto es semilla de eternidad” (cf. 2Cor 4,17) que santifica, no cediendo a la frivolidad de dejarlo todo a la incierta improvisación del último momento. Estamos llamados a morir al hombre viejo para renovarnos en la santidad y la verdad. No esperemos a hacer testamento para emplear la palabra “dejo”, es más evangélico comenzar ya seriamente a dejar desde ahora mismo, si no queremos seguir engañándonos vanamente. “Corramos con constancia en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia” (Heb 12,1).
Queridos candidatos al Diaconado, el ministerio diaconal ha de configurar vuestro estilo de vida imitando a Cristo, el siervo humilde y paciente que toma sobre si mismo el pecado y la miseria humana, y que vino a servir y no a ser servido. Vuestra misión es proclamar la Palabra de Dios y ser ministros de la caridad, viviendo la castidad en el celibato, valor inestimable para la adecuada relación pastoral con los fieles, que debe basarse en la responsabilidad del ministerio. El Señor os confiere una misión acompañada de su gracia para realizarla, os compromete a ayudar a los demás, pues muchos sufren cansancios y fatigas más duros que los vuestros. Dedicad tiempo y diálogad con quienes están marginados en la existencia. Y no pongáis en las espaldas de los otros vuestros sacos de disgustos, rebeldías y enfados, más bien dejaos cargar con las penas y sufrimientos de los demás.
Queridos candidatos al presbiterado, tended siempre hacia la perfección de la santidad que “es el rostro más bello de la Iglesia”. La finura espiritual evitará que os convirtáis en burócratas de la pastoral. Estáis expuestos al zapping pero afirmad vuestras decisiones en el discernimiento. El sacerdote no se pertenece a sí mismo, no vive para sí mismo y no busca lo que es suyo sino lo que atañe a Cristo. El ministerio sacerdotal no es un oficio u una obligación, sino un Don, acogido con temor y humildad. Es necesario rezar sin cansarse y cuidar con audacia la vida espiritual. “Jamás podrá sentirse satisfecho, nos dice el Papa. Ser sacerdote es jugarse la vida por el Señor y por los hermanos, llevando en carne propia la alegría y las angustias del Pueblo, invirtiendo el tiempo en escuchar para sanar las heridas de los demás, ofreciendo a todos la ternura del Padre”.
O celo apostólico apaixonado ten que arder dentro do pastor verdadeiro, acompañando ás fieis nos momentos fáciles e difíciles, dicindo non cando teñades que dicilo sen deixarvos levar por un buenismo que fai mal, e non responde ao bo criterio pastoral. O ministerio sacerdotal é un tesouro que outórganos a facultade de dicir e facer aquilo que só o Fillo de Deus pode dicir e facer en verdade. Esta conciencia axudaranos a descubrir que a graza recibida é “unha superabundancia de misericordia pois Cristo chámanos ao sacerdocio, aínda sabendo que somos pecadores. Non foron nin os nosos méritos, nin o noso esforzo, nin os nosos acertos, o que xustifican ou explican a doazón da graza do ministerio sacerdotal”.
Queridos laicos e membros de Vida consagrada, “sabede agradecer a Deus, e sobre todo estade próximos aos vosos sacerdotes coa oración e co apoio, especialmente nas dificultades, para que sexan cada vez máis Pastores segundo o corazón de Deus”. Co patrocinio do apóstolo Santiago e a intercesión de Nosa Nai María, encoméndovos a vós e ao voso ministerio, pedindo que o Señor vos axude a servir á Igrexa que traballa no mundo para a salvación da humanidade. Amén.