Sab 7,7-10.15-16; Mt 23,8-12
“Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría”. Salomón como joven rey ha pedido a Dios la sabiduría que la prefería a cualquier poder real, a cualquier riqueza, incluso a la luz, la salud, y la belleza. Precisamente Dios le concederá riquezas incontables y serán éstas las que propiciarán las locuras de su vejez. Será necesario tener presente el modelo de Jesús para hacer comprender a los hombres que el Dios infinitamente rico no tiene más riquezas que el amor que puede también hacerse pobre por nosotros. La sabiduría es incompatible con la soberbia humana. El hombre sabio desde la experiencia cristiana es el que no se deja sobrepasar por las cosas, el que en toda circunstancia salva el primado de Dios, el que no arriesga el todo por la parte, lo eterno por lo transitorio, lo importante por lo que sólo urgente. Los sabios por excelencia en la visión cristiana son los santos.
En el pasaje del evangelio Jesús afronta decididamente el cometido de desenmascarar el fariseísmo en cuanto prototipo pseudoreligioso de la soberbia humana espiritualizada y profesionalizada en el formalismo. El subjetivismo absoluto y la propia irresponsabilidad radicalizada originan el auténtico fariseísmo de los irresponsables, ansiosos de ocupar “cátedras de Moisés” para sus doctrinarismos destructivos y antievangélicos. También hoy con criterios opuestos a los de Jesús y al magisterio de la Iglesia, y a las más evidentes experiencias de los auténticos discípulos, algunos se presentan como consejeros dúctiles dogmatizando con osadía, y ofreciendo un cristianismo acomodaticio, capaz de deformar conciencias y halagar espíritus contestatarios. Ante Dios no hay superioridad humana ni más autenticidad cristiana que la de la verdad íntegramente asumida y vivida en sinceridad profunda y en humildad interior y exterior, avalada por la más exquisita caridad fraterna. Sólo la auténtica santidad evangélica puede inmunizar al hombre de todo riesgo de fariseísmo. En el día a día a través de nuestras palabras, conversaciones y diálogo podemos llevar la verdad de Cristo o un mensaje antievangélico. Un silencio cobarde, un disimulo falsamente prudencial pueden suponer una cobardía antievangélica.
Los santos han padecido esta realidad. Preguntemos sino a Tomás de Aquino, hombre de ciencia y de piedad, caracterizado por su doctrina y por la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento de su tiempo. Decía el beato Pablo VI: “No cabe duda de que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía”. Supo conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio. El estudio y la oración, la enseñanza y la predicación jalonan su vida. Vivió la opción y la pasión por Dios. Era consciente de que se debía a Dios, y esto debía expresarlo en su palabra y sentimiento. Desde nuestra pobreza esta debería ser también nuestra actitud.
El estudio busca comprender y comprendernos, para lograr el sentido de la vida, viviendo una relación auténtica de fe en Cristo y abiertos a la acción de la Gracia. Genera una cultura de encuentro en la que nos damos cuenta de lo que necesitamos y de lo que podemos ofrecer a los demás. Como santo en Tomás nuestro esfuerzo intelectual ha de ser guiado por la caridad. También hoy estamos necesitados de una nueva vitalidad intelectual para una vida sencilla en sus aspiraciones, concreta en sus realizaciones, transparente en su comportamiento. Es necesario acoger con un pensamiento creativo en la perspectiva de la fe, las preguntas y los retos que brotan de la vida para hacer que emerjan con claridad las verdades últimas del ser humano. No sólo la fe ayuda a la razón, también la razón puede hacer mucho por la fe, prestándole el servicio de “demostrar los fundamentos de la fe; explicar mediante semejanzas las verdades de la fe; rechazar las objeciones que se levantan contra la fe”. Seguimos necesitando esa armonía natural entre la fe cristiana y la razón para ese diálogo fructífero sin reticencias ni desconfianzas.
Al participar en la Eucaristía pidamos al Señor con Santo Tomás: “Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte”. Amén